CAPÍTULO QUINCE
El problema de la Intensidad Experimental
Hemos dicho muchas veces que para despejar el camino y llegar a las defensas de la mente profunda, nuestra conciencia debe tener la fuerza intensificadora del dolor.
El lector recordará las seis formas que tiene el cerebro para alertarnos cuando hay peligro: 1) sensaciones corporales específicas 2) estados difusos del cuerpo interior 3) sensaciones o sentimientos específicos 4) pensamientos, secuencia de imágenes tales como sueños 5) Conductas poco comunes y 6) enfermedades psicosomáticas.
Sólo la número 3 nos hace experimentar sensaciones dolorosas directas, aunque se puede incluir las enfermedades psicosomáticas. Por consiguiente, independientemente de la atención que prestemos, nos toca a nosotros hallar las sensaciones corporales específicas, los estados difusos del cuerpo interior o las sensaciones específicas que acompañan todas las comunicaciones del cerebro. Es la intensidad de estas sensaciones en las comunicaciones de peligro la que nos alerta. Es por esta razón que una y otra vez, distraeremos nuestra conciencia y nuestra atención pasará a esos aspectos de nuestra experiencia que en realidad y literalmente podemos sentir. Esas sensaciones o sentimientos serán el río por el que podremos navegar si es que vamos a hallar el origen de nuestro problema.
No nos sumergimos en el dolor porque lo disfrutemos, sino porque indefectiblemente nos lleva directamente al problema. Por difícil que esto pueda parecer, éste es un aspecto muy favorable para la experimentación del dolor emocional.
El dolor, que se asocia con el trabajo interior tiene una sensación constructiva sobre el mismo. Esto es un punto central. Esta sensación constructiva nos proporciona una retroalimentación positiva en curso que nos apoya y sostiene en nuestros momentos difíciles.
Por ejemplo, cuando finalmente sentimos calor y una pena profunda por la perdida de un ser querido, sabemos que al mismo tiempo estamos cazando lo que nos estamos curando. Siempre que admitamos concientemente algo terrible que ha quedado enterrado dentro de nosotros, al mismo tiempo experimentamos la agonía y llega a nosotros una sensación profunda y de duradera alivio. Cuando el dolor se comunica con su fuente original, la agonía puede sumergirse pero, en ese mismo momento o un poco después, sentimos una enorme rectitud en el acontecimiento.
Sabemos que al fin estamos en el camino hacia la salud y aunque se percibe débilmente, la luz del sol empieza a brillar sobre el paisaje oscurecido de nuestra vida. El dolor se convierte en nuestro amigo. Es como el ruido de una bisagra oxidada cuando abrimos una puerta que hace tiempo no se abre para hallar un tesoro que iluminará nuestra existencia.
Sentir dolor por sentir (dolor que no está relacionado con su fuente) es, por supuesto, inútil y masoquista.
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