CAPÍTULO DOS
¿Cómo se daña el Sistema Nervioso Central?
La misión del Sistema Nervioso Central (SNC) es la de contener el poderoso material que yace dormido desde la infancia para así evitar casos de suicidio u homicidio.
Para ello, permite, de forma muy disfrazada, un lento escape de estas presiones. Por ejemplo, la cólera de un niño puede convertirse en un bisturí de cirujano que contiene esa furia y la va dejando escapar gota a gota durante toda una vida en forma muy constructiva. En otro niño la furia puede convertirse en el filo cortante de un cuchillo en una bronca callejera, aunque podría convertirse en un artículo mordaz de un crítico profesional.
Cualquiera que sea el disfraz, los impulsos provienen del mismo lugar, el blanco y caliente infierno del inconsciente que está hecho y canalizado por mecanismos mentales de defensa en todas las sombras y texturas del comportamiento adulto. Somos el disfraz viviente de un ego infantil primitivo y poderoso.
Cuando buscamos terapia profunda, le pedimos al terapeuta que penetre y quite nuestro civilizado yo externo para que las partes heridas o infectadas de nuestro ser puedan salir al descubierto, drenar y de esta forma, curarse.
Los terapeutas trabajan a diferentes profundidades; cada profundidad tiene su método y necesidades. Sólo muy pocos terapeutas tratamos de manejar directamente ese infierno que hay en el inconsciente. La mayoría nos quedamos cerca de la superficie mientras los tiburones están dormidos en las profundidades.
La terapia es generada por aquello que genera todo comportamiento: la necesidad de terminar lo inconcluso y obtener lo que se necesite. Lo que buscan los pacientes de terapia de forma más directa que otros, en una sociedad común y corriente, es descubrir y expresar en alta voz ese dolor primitivo, las situaciones que la han causado y los resultados en una vida adulta. Cuando el paciente se conecta con el material que tiene en el inconsciente y lo arrastra a través de un gran río defensivo al conocimiento consciente, empieza entonces a curarse. Previamente los procesos congelados se derriten, entran en la corriente de los fenómenos mentales y se integran, perdiendo la capacidad de deformar el pensamiento humano, sentimiento y comportamiento desde un lugar escondido en el interior de nosotros que no podemos ver. Veamos un daño en la infancia y veamos lo que tratamos de curar.
Sólo hay dos formas en que un adulto puede herir a un niño. La primera, un adulto puede esconder su presencia, empatía, apoyo físico y verbal. Desde el punto de vista del niño, esto se llama, en la jerga de nuestra profesión “pérdida del objeto”. El objeto de los padres está perdido. El niño empieza a pasar hambre lenta e inexorablemente, el árbol de su vida, sin alimentos, se atrofia y retuerce como una planta cuando se queda sin nutrientes.
El otro daño que un adulto puede infringir a un niño es inmiscuirse en su mundo con abuso verbal, físico o sexual. En la jerga de nuestra profesión a esto le llamamos “obstrucción del objeto” y una vez más el árbol se tuerce.
La mayoría de los daños en la infancia contiene los elementos que acabamos de señalar. Un niño golpeado, por ejemplo, puede ser importunado y también padecer gran pérdida de empatía.
El trauma no tiene que ser repentino y dramático. Puede ocurrir en dosis en un largo período de tiempo.
La incapacidad de los padres de escuchar adecuadamente a sus hijos, sin insertar sus propios pensamientos y sentimientos en la vida mental del niño, es uno de las formas más dañina para la crianza de los hijos. Ello interrumpe el creciente yo con una constante negación de la realidad interna y sentimientos del niño. Este falta de empatía y la aplicación eterna de reglas y credos que anula y no satisface los propios procesos del niño pueden, a través de los años, destruir los mecanismos intrínsecos de auto equilibrio del cerebro creciente.
Este falta de empatía puede dejar, al final, tanto dolor y discapacidad como daño físico real
-Mami, mami... la maestra fue injusta conmigo hoy
-No, mi niño, ella lo hace por tu bien.
Ese no dejar que el niño explore sus sentimientos, cuando ello ocurre, tantas veces como sea necesario, durante el crecimiento, daña seriamente los procesos más ágiles de la joven mente.
El mejor libro que conozco que aborda este tema es Parent Effectivennes Training, de Gordon.
Cuando las influencias negativas afectan en algo al niño, ¿cómo puede el árbol de la vida torcerse y atrofiarse? Pues muy simple, el niño trata de evitar el dolor suprimiendo, no sólo éste, sino también pedazos de procesos mentales. Los pensamientos, necesidades, sentimientos y conductas que pudieran conducir al dolor, o a recordarlo más tarde, son enviados al inconsciente y, con muchos de sus procesos off line (tomando prestado el lenguaje de las computadoras), un niño crea un yo conciente o inconscientemente que conducirá a la seguridad y satisfacción de sus necesidades. La Rebelión o el rechazo y la adaptabilidad a su mundo empiezan a tener prioridad. En la supresión del verdadero y orgánico yo del niño, el inconsciente se llena de dolor y las necesidades insatisfechas, no importa el cuidado con que tratemos esconderlas, se dan a conocer en formas sutiles, echando por tierra nuestra vida adulta.
El niño dañado se convierte en dos adultos:
1.- Primero, aparece el falso yo externo, el cual, hasta cierto punto, ya vimos. Este yo se arma para mantener acorralado al dolor interno. Es un yo que no se ve a sí mismo, o dicho de otra manera, nosotros no nos vemos y lucharemos como ratas acorraladas para mantener nuestra visión de la realidad independientemente de la verdad externa. Es en esta región donde yace el consenso cultural.
2.- El segundo yo es el subyacente niño dañado que vive aún presionado por la angustia, el miedo, la cólera y la tristeza. En este caso, el niño dañado que llevamos dentro tiene un inconsciente cada vez más caótico y una fuerza decreciente en el yo que tiene que contenerlo. De esta forma, el yo se convierte en una persona frágil, atemorizada, fácilmente propensa a la provocación, arrastrada por tormentas e incompetencias en la vida. Malinterpretamos nuestro mundo y reaccionamos exageradamente al mismo. Estas fuerzas son tremendamente poderosas. Por ejemplo, imagine a un niño dejado a la deriva en su cuna. Primeramente llorará pidiendo atención y luego se hundirá en medio de una depresión y finalmente morirá en condiciones desconocidas como marasmo.
Pongámonos por un momento en el lugar de un niño agonizante y empezará usted a apreciar las fuerzas a las que me refiero. Los terapeutas que hacemos regresión a nuestros pacientes para que reexperimenten este dolor directamente estarán sujetos al grado más increíble de sensaciones y necesidad terapéutica. Nuestro mundo en las profundidades de la mente es, a veces, aparentemente raro.
El terapeuta lucha con un falso self encerrado alrededor de un núcleo de dolor que quiere y a su vez, no quiere sentir.
Ahora, obedeciendo la paradoja central de la terapia profunda, debemos viajar con nuestro paciente al centro de estos lugares caóticos. La liberación que se alcanza cuando este proceso se lleva a la superficie es el único alivio final que podemos hallar. Todo cura profunda tiene lugar alrededor de esta paradoja. Para plantearlo brevemente, siéntalo y se verá liberado del mismo. Es increíble cómo la vasta mayoría de psicoterapeutas y de pacientes no harán nada por evitar esta verdad. La psicoterapia no entiende esto y construye en su lugar castillo de teorías, como dije, para mantener a sus practicantes protegidos de los sentimientos que un paciente sometido a una regresión profunda pueda desencadenar en ellos.
Como residente en psiquiatría, fui formado con métodos clásicos de pensamientos y he tardado veinticinco años y más de treinta y dos mil horas de psicoterapia para poder penetrar los edificios ornamentados de la teoría psicodinámica y presentar las simples verdades que estoy a punto de compartir con ustedes: mi método de trabajo para aquellos que puedan utilizarlo. He tratado más de mil pacientes, de los cuales, al menos, setecientos son mujeres y sé, al decir esto, de lo que estoy hablando
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